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Barbotina

  • Foto del escritor: María Roda
    María Roda
  • 28 ago 2021
  • 4 Min. de lectura




Tendrás un cubito de arcilla blanca perfectamente liso y amasado en un bowl de plástico. Guardarás las herramientas en el bolsillo derecho de tu overol. Tendrás las mangas remangadas en tres dobleces y te dispondrás sobre el torno, con las manos a los lados. Yo te intentaré imitar y me sentaré, haré una bola de tierra roja y la tiraré sobre el aro redondo. Te mojarás las manos. Me explicarás que hay que agarrarse con las piernas para no desequilibrarse. Hoy tendrás aretes. Moverás tus manos de arriba a abajo mientras humedezcas la masa. Se irá convirtiendo en una pirámide blanca y brillante. Te haré caso y empezará a girar apenas mueva el interruptor. Dejaré que se mueva sola. Le tendré miedo a poner las manos y que esa cosa me vuelva a caer en la cara. Estaré tan concentrada en agarrarme del torno, de poner las manos como nos explicó la profesora y de la tierra que gira alrededor de un eje poco convencional, que no podré limpiarme las gotas de sudor que me caerán sobre la frente. De repente, tu torno dejará de sonar. Cinco segundos después, apagarás el mío. Me dará tanta rabia, que querré echarte el agua roja de mi coca de plástico encima. Giraré la cabeza para mirarte con ira…me besarás, y yo me quedaré pálida, se me bajará la tensión y destrozaré mi arcilla con los dedos de mi mano izquierda. Luego te levantarás, agarrarás la masa, te la llevarás al mármol y la pondrás a secar. Te irás, y me dejarás sola, esperando a secarme como la arcilla untada sobre la piel de mi antebrazo. Me conociste cuando teníamos dieciséis años. Yo tocaba batería con mi grupito mediocre mientras ustedes, los de tu colegio, se fajaban con sus habilidades artísticas de niños ricos.Yo te vi por primera vez en mi colegio cuando cantabas en la banda de mi primo, uno de tus mejores amigos e igual de Adonis que todos ustedes. Acariciabas el micrófono mientras movías tu cadera. No sé si tenías un saco de rallas, de esos ceñidos al cuerpo, a tus senos pequeños, talla 30, copa A, a tu cinturita. La primera vez que te vi, te deseé. Ya luego fue que me comenzaste a dar envidia, pero el pecado original surgió de parte tuya, bueno, quizás de parte del exnovio que compartimos, y se dio en el auditorio de tu colegio, cuando yo me creía Karen de los Carpenters o Joan Jett y tocaba batería con una camiseta con print de leopardo, una gargantilla negra y unos jeans rotos. Te conocí en persona en la inducción a la universidad. ¿Signo? Libra, como yo. ¿Masa muscular? Delgadita, con ese cuerpo menudito que siempre quise tener. ¿Color de pelo? Castaño oscuro. Físicamente, podríamos llegar a parecernos. Cuando te veo, no solo hay un espejo, se trata más bien de un selfie distorsionado por un filtro de belleza. Quizás el que nos parezcamos trajo como consecuencia que nos hayan marcado la vida los mismos hombres. Primero Martín, y luego Otto...claro que para mí fue primero Otto y luego Martín. Nos pusieron a dibujar en parejas. A ti te pusieron con Otto. Tú en esa época eras la novia de Martín, pero claro, Martín estaba en Nueva York y la atracción por Otto fue instantánea. Ustedes eran como dos imanes con polos opuestos, y tú y yo siempre fuimos campos magnéticos del mismo polo. Pero siempre me gustaste, Irene. Me gustan las mujeres desde los quince años y sobretodo si son menuditas, delicadas, con carita de mosquita muerta y la piel de porcelana. Me fascinan los corderitos de paticas delgadas, esas sabelotodo que crecieron con Disney, haciendo ballet y yendo a musicales de MISI. Claro, esas mujeres nunca me prestan atención, y cuando lo hacen, termino comportándome como un hombre hetero, cis inmaduro, infantil y tóxico. ¡Y es que yo no podía ni hablarte! Desde que te vi cantando en la banda de mi primo, me sentí pequeña, fría y estática, como una figura de un pesebre, y así pasaron los años en la universidad, mientras Otto y tú construían un universo juntos al que yo no podía entrar, una burbuja egoísta de caricias y de apodos, de canciones, de dibujos, de poemas. ¿Por qué te metiste con mi mejor amigo? ¿Por qué me enamoré de tu ex-novio? Lo nuestro era una telenovela barata. Cuando Martín llegó de Nueva York, lo invitaron a una exposición en la que tanto tú como Otto mostraban sus obras. Yo acababa de volver de Francia y cuando vi a ese lánguido coyote de saco cuello de tortuga negro y el pelo despeinado, me enamoré de él inmediatamente. Se sintió atraído por mí porque le recordaba a usted, le gusté por mi actitud arisca, y entonces éramos los cuatro en la casa de la 106, esa de tres pisos decorada con árboles colgantes, éramos los cuatro en el salón de onces de la Macarena, éramos tú, mi mejor amigo, el amor de mi vida y yo, haciendo planes que no sabíamos bien hacia dónde iban, atrapados como mosquitos en una telaraña, pegados, pasmados, por amor, no sabíamos hacia quién, aunque en el fondo todos fuéramos conscientes de que lo que nos unía eras tú, tú y tu sonrisita tibia, y tus mejillas rosadas, y esa camisa transparentosa que pasaba como una veladura sobre tu brasier y se movía con el viento, y tu saco, del color amarillo más feo del mundo, pero sobretodo tu voz, y esa habilidad que tenías de traducir el canto de los pájaros y el sonido que hace el viento al golpear las copas de los sauces llorones. Hubiera matado todos los corderitos del mundo con tal de dormirme con tu voz, cantándome al oído. Esa noche habría soñado con algodón de azúcar y con helado de menta. Hicimos las paces como las nubes hicieron las paces con el cielo: a través de la tierra, del lodo, de la arcilla, de la greda.



2020

 
 
 

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