La tristeza sabe a yogur de fresa
- María Roda
- 23 ene
- 3 Min. de lectura
Hay algo interesante de la depresión, y es que justamente no hay nada de interesante en estar deprimido. La realidad se ve exactamente igual, pero con una ligera veladura gris que lo cubre absolutamente todo.
La tristeza sabe a yogur de fresa. Cuando me ingresaron al hospital, me obligaron a tomarme uno, que vomité mientras estaba esperando a que me admitieran en Urgencias. Eran otros tiempos. Uno se podía deprimir, darse el lujo de dejar de comer por voluntad propia para evitar la hora de la comida con la familia.
Ahora, que se trata de sobrevivir, de intentar esculcar dentro de un mar de gel antibacterial a ver si se pueden pescar razones para reinventarse, cosas como racionar las porciones, dejar de comer carne, vomitar y contar calorías, ya no tienen mucho sentido.
En el momento en el que uno está esperando el turno en la sala de espera de la clínica, uno se quiere ganar su lugar ahí, demostrarle a todo el mundo que uno se merece un cupo en el club de los enfermos. Yo no sentía que lo merecía. Es más: se lo quería dar a otra persona, de pronto a la señora con cáncer que estaba al lado mío, o al niño con el brazo roto.
Pero me metieron ahí, y, tanto mis familiares, como mis amigos y los mismos médicos (no quiero hablar de los clowns...hay un tipo de personas en el mundo que decide hacer clown...esa misma gente luego crece y empieza a creer en los ángeles), me empezaron a tratar como una enferma, me miraban de manera pesarosa y, cuando me conectaron a Martín (así bauticé a una sonda que me pasaba Ensure de mi nariz al estómago), me veían como un ser indigno. Ya no se reían de mis chistes, y agudizaban la oreja para pretender que todo lo que decía resultaba interesante.
Estuve encerrada dos semanas que se convirtieron en un mes. Al principio, me sentía como una intrusa, en medio de los pasillos blancos del hospital, del cuarto azul clarito, con unas ventanas que daban a la 127, pero poco a poco fui decorando los vidrios con origamis de todos los colores, empecé a ganar plata vendiéndoles manillas a las señoras de las habitaciones de al lado y hasta me dejaban patinar sobre las ruedas de Martín.
No se puede comparar el encierro del hospital con el de la pandemia. Yo era la reina y estaba encerrada en ese palacio porque todo el mundo estaba sano y yo estaba enferma. Ahora no soy la reina de nada y estoy encerrada en mi casa porque todo el mundo está enfermo menos yo. Cuando salí de la clínica, subí de peso, pero no volví a almorzar hasta tres años después. Me daba asco el ritual de reunirme con personas y que me vieran comer. La gente con brackets, las servilletas, las personas que comen con cuchara, las cocas frías...calentar en microondas, encartarse no sabiendo qué decidir a la hora de comprar comida, las parejas que se pasan el chicle, las migajas de hojaldre que quedan colgando en las comisuras y en los cachetes, la gente que pone el pan sobre la mesa, comer con la mano, sorber, hablar con la boca llena, los palillos. Me sigue dando asco, pero ahora lo disimulo bastante bien. Me trago el orgullo con vino y cerveza y me fumo uno que otro cigarro mientras miro al jardín. Ya llevamos más de tres meses confinados en nuestras casas y despertarse cada día a jugar que vivimos se ha vuelto una ceremonia, tan sagrada como lo sería el Ramadán para los musulmanes, o la misa virtual de los domingos para los creyentes.


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