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23 de agosto del 2021

  • Foto del escritor: María Roda
    María Roda
  • 23 ago 2021
  • 5 Min. de lectura

Me conflictúa que la manera como las personas busquen acercarse a uno siempre sea desde el arribismo. En este país y, en particular en esta capital a la gente le fascina inmiscuir en de dónde viene uno, en el apellido de uno y de qué manera pueden partir de eso para aprovecharse de alguna manera.

Hoy estoy emputada. Estoy brava porque me escribió un chico para decirme que vivimos cerca. No sé si intentaba ligar, pero en todo caso, luego comenzó a preguntarme si yo era la nieta del pintor.


Desde Junio he estado empezando a construir un arca que, a diferencia de Noé, el único animal que lleva es a mí misma. Esta arca, que ahora parece un armatoste la he estado remendando con la finalidad de que me saque de este paraíso perdido en medio de Suba.

Vivía, porque ahora no puedo decir propiamente que viva allá, en un enorme predio que mi abuelo compró en los años 60 y del que sus hijos fueron tomando cada uno su porción personal. El predio se divide en casas, cada una con su respectivo perro. Son grandes casonas en ladrillo, todas distintas, cada una parecida a uno de los cinco hermanos que viven allá.

Si Montesinos fuera la Guerra Fría, la casa de mi tía Juana sería Estados Unidos, la mía sería Francia, la de mi tía Ana, Inglaterra y la de Pablo sería Suiza, por su carácter neutral en la resolución de conflictos, así como por ser el economista de derechas de la familia. En el bloque oriental estarían la casa de mi tío Marcos, que sería China y la de Julia que sería Cuba, finalizando por la madre Rusia donde descansa mi abuela que me leía los cuentos de Lev Tolstói y nos ponía a representar la obra de teatro de Varenka.

Mi familia es peculiar, sí. Pero no somos ni la rosca ni la realeza y en ese lote los únicos títulos nobiliarios son los de los perros a los que cada dueño trata como monarcas absolutos, cumpliéndoles los diversos caprichos y defendiéndolos a toda costa de las opiniones de los otros. Insultar a un perro es la peor ofensa que existe. Por ejemplo, considerábamos que el perro de mi primo Antonio era un gamin, pero, ay de que nos pusiéramos a decir eso porque se armaba la de Troya.

¿Por qué me fui de este paraíso terrenal?

Digamos que justamente el desencadenante, más no la causa está relacionado con el trágico suceso de Feliza, mi perra pitbull que tuvimos que sacrificar porque mordió a mi prima y desencadenó la actual Guerra Fría.

Sin embargo, la causa de mi partida es más profunda, va mucho más al fondo de la esencia de lo que implica vivir aislada con toda tu familia en medio de un condominio y lejos de la ciudad y de la vida social y laboral. Sumarle que mi abuelo era una autoridad en el campo que intento torpemente ejercer y que en este país de arribistas es un papayaso constante, resultaba terriblemente tóxica la situación.

Como la pereza me amarra para no extenderme más sobre el tema, iré hacia una raíz más bien freudiana del asunto. Mi padre.

A continuación, un texto que escribí unos días después de mi partida:


Petronila en la cocina, Petrarca en el teatro de la vida, Olegario para los fans, Perico para las señoras mayores de 60, Pera para mi mamá, Papapá cuando me las quiero dar de personaje de la Naranja Mecánica, Don Pedro para las señoras de la marquetería, pero principalmente “papá” para mí: El domingo me voy a Mompox. Y sé que hemos hablado poco de eso. Aunque últimamente casi que ni nos dirigimos la palabra. En la mañana, cuando me despierta Goya, me quedo un rato largo mirando al techo. No me gusta bajar a la cocina cuando estás ahí. Tampoco me gusta ducharme y que no salga suficiente presión del agua porque te estás duchando en el baño de abajo. En general, no me gusta coincidir contigo, porque lo primero que haces cuando te saludo en la mañana es gruñir y mirarme como un culo. Luego nos sentamos a comer y pones el celular contra la caja de la leche, o contra la caja azul metálica de las galletas saltinas. Eres como un robot. Te despiertas en ese cuchitril que tienes en el corredor entre la sala y el cuarto de ustedes -que menos mal ya no es una cama en medio del paso-, te levantas y vas y te preparas un huevo con todos los lípidos polisaturados de embutidos comprados en el Justo y bueno y untas de grasa toda la estufa y la espátula. Pones media taza de leche en la olleta metálica y la pones a hervir. Metes dos panes en el horno. Siempre te comes un solo pan y dejas una cantidad de leche en la olleta equivalente a unas dos cucharadas. Llego y, cuando coincido contigo, me miras mal,te emputas porque me estoy preparando algo y haces gestos, como si te estorbara. Así es con todo en la cocina, y en general en la vida, porque finalmente, y sobretodo en nuestra familia, la cocina es una manifestación de poder. El otro día me mamé y tiré al piso el burro de madera y los coge-ollas de plástico y te grité que eras un maldito hijo de puta y que era tu culpa que Antonia se hubiera ido de la casa. Luego me echaste la culpa de eso. Es insufrible esta convivencia. Solo nos ves como proyecciones de mi madre. Y no sé por qué la tratas tan mal. Haces con ella lo mismo que haces conmigo, que es básicamente tratarnos como algo que estorba, como unas inútiles. Desde que entré a la universidad, pocas veces me pasas un peso. También se te olvida pagar la salud, el celular y el mercado. Mi madre te ha desbancado muchas veces, pero tú no le sueltas un peso. Pero eso sí: whiskey siempre hay. Y polas, cada vez menos, porque cuando te empezaste a dar cuenta de que me las tomo, las empezaste a bajar a la casa de la abuela, o a comprar menos. ¡Yo qué sé! ¿Cuándo te vas a dar cuenta? Creo que nunca. Ya a los 13 años tuve anorexia, en parte porque no se me daba la gana comer tu comida, ceder a tus imposiciones patriarcales, la psiquiatra le recomendó a mamá divorciarse de ti, pero claro, por más de que la que le haya metido toda la plata a la casa haya sido ella, tú eres el dueño del terreno. A pesar de que estuve cerca de la muerte porque no se me daba la gana comer, tú no has cambiado. Y creo que nunca vas a cambiar. Porque no aceptas que estás enfermo, que eres un adicto, que cuando no estás ebrio tienes guayabo, que tienes un complejo de inferioridad que terminas reflejando en los que te rodean y que Antonia no puede con este ambiente. Y yo tampoco, y por eso me vine para acá, para Nicolás de Federman, y me voy a quedar acá el mayor tiempo posible, el tiempo necesario para luego irme a Mompós. Solo compré un tiquete de ida. Sé que tengo que volver porque me toca trabajar en esto del abuelo, algo que la verdad no me apasiona de sobremanera porque me desespera ese Olimpo en el que vivimos como dioses griegos, o quizás como emperadores romanos, todos envenenándonos mutuamente. En ese trabajo que estoy empezando a entender y consiste básicamente en escanear fotos de la familia para subirlas a google drive, sales chiquito, cuando eras Pedrito y sales jugando, contento, actuando, pero también terrible, como un personaje de novela picaresca. Papá, ¿en qué momento te volviste este ser que huele a whiskey y vive solamente en una espiral de desprecio y fastidio? ¿Qué fue lo que pasó? Las fotos no muestran la realidad, pero se veían felices. Yo también me veía feliz. Por favor no olvides pagarme el celular. Sé que estás emputado conmigo, pero habíamos quedado en eso. Un abrazo, María.







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