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Lentejas

  • Foto del escritor: María Roda
    María Roda
  • 19 jul 2022
  • 6 Min. de lectura

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Manchas las hay de todo tipo. De esas que se quitan añadiendo un poquito de agua y frotando un par de segundos, también unas que duran más tiempo y luego de un par de lavadas, desaparecen mágicamente. Mi madre me enseñó que es fundamental mantener la ropa suave, agregar siempre una cucharadita de maicena y unas gotas de agua de rosas para conservar el aroma .

¿Manchas en la piel? Se pueden remover con jugo de limón o con yogur. ¿Manchas en las hojas de las plantas del jardín? Basta con agregar cenizas de habaneros y cáscara de banano en el abono.

Para las más difíciles de quitar, esas que se pegan en las baldosas o en la puerta del garaje es necesario tener menos piedad y recurrir a métodos que te ponen años y te quitan la belleza del rostro, te carcomen las manos, como las de la pobre Ceidita, con esa porquería de marido que no es capaz siquiera de gastarse dos pesos en un par de guantes.

A Martín le importaba permanecer pulcro y arreglado. En las mañanas, me encargaba de que los dos trajes que tenía para salir al trabajo relucieran planchados y perfumados, como si acabara de recogerlos de la sastrería. Luego se sentaba a desayunar un café negro y unos huevos fritos con la yema cocida, aderezados con tomillo del huerto y una pizca de sal. Masticaba sin prisa, concentrado en hojear las noticias que aparecían en El Siglo.



Mientras ponía las lentejas en la pitadora, ya pasados diez minutos de despachar el Renault 4, me llegó a la mente el titular que aparecía en primera plana: “Estalla avión en el Sur del Perú.” Miré hacia el cielo por la ventana del comedor. Las nubes formaban cúmulos que predecían un aguacero en la tarde.

Me senté en la sala a escuchar el vinilo de Quince años de éxitos. Mi favorita era la segunda canción: Gota a gota de Alci Acosta. La casa estaba perfectamente ordenada, pulcra. Tenía tiempo de sobra para descansar, prenderme un cigarrillo, esperar a la visita y quizás servirme una copita de brandy. Es bueno consentirse de vez en cuando.

Pero al arrodillarme para girar el disco, sentí mi mano humedecerse al apoyarse en el tapete. Una mancha de un rojo viscoso se expandía por todas las franjas de colores. Las uñas, que había arreglado el día anterior con una manicura muy a la moda europea, estaban ahora teñidas con ese color demoníaco. Acerqué mi dedo a la nariz. Una peste a hierro me recordó a los tiempos de mi infancia cuando la muchacha de mi madre había enterrado mis interiores en el patio. Al mirarla desde cerca, podía notar que el color atravesaba las fibras. Levanté el tejido y en efecto: se había traspasado. Al pasar el dedo sobre el fluido, todavía fresco, pintó un camino sobre la baldosa. Comencé a sentir un puntilleo que me fue subiendo por las medias veladas, por la espalda, por el cuello. “Algún día has de saber de lo que es capaz un hombre…”


¿Cuántas veces no había tenido que limpiar esa mancha? Esa mancha no se quitaba tras un par de lavadas, ni con sal, como las manchas de vino en el mantel de margaritas después de la cena del veinticuatro. No, esa mancha había que ocultarla, que taparla. Cuando aparecía, era imposible deshacerse de ella. Cada mes, burlándose de mí, lastimándome la pelvis con sus insoportables punzones. Siempre la misma mancha roja en mis cacheteros, esa que asqueaba a Martín.

Prefería pasarse las noches por fuera. Las farolas me despertaban a las cinco de la mañana, me ponía las pantuflas y la levantadora y bajaba las escaleras rápidamente para abrirle. Luego dormía una o dos horas y se levantaba afanado, se encerraba en el baño y salía, con el mentón brillante y la peinilla aromatizada con tricófero de Barry, listo para bajar a quejarse de que el café estaba muy espeso o de que los huevos estaban demasiado cocinados. “Nunca pensé que mi amor fuera para ti un capricho…”

Me limpié rápidamente con la parte baja del delantal. Las manecillas del reloj redondo, colgado encima del tocadiscos marcaban las once y veinte, pero parecían horas de la tarde. Las hortensias del jardín estaban opacas, al igual que los muebles de cuero. Me sentía encerrada en la televisión: todo estaba en blanco y negro, salvo el rojo de la mancha del tapete.

Saqué un cigarrillo de la caja. Partí el primer fósforo. Logré encender el segundo. Trataba de emular una sonrisa para que cesara el temblereque de mi mano, pero fallaba en el intento. No podía pensar en otra cosa, no podía distraerme. No podía evitar ignorar esa sangre que manchaba tres franjas del tapete de colores.

El ruido del teléfono.

“Tú crees que mi corazón es un juego a la ruleta…”

Sobresalté y el cigarrillo golpeó las baldosas del suelo. “...yo he de dejar que tú ganes…”

La tensión se me bajó a los pies.

Me acerqué a la mesita redonda:

— ¿Aló?

— Ana, cariño. — La voz que tantas veces me había enternecido el oído, me causó un frío cosquilleo.

— Amor. — La palabra se cayó de mi boca, partida como un fósforo.

Sin respuesta alguna, me quedé un rato mirando los ladrillos del muro.

El sonido intermitente del teléfono se mezclaba con la lluvia. “Y el triunfo mío será verte llorar gota a gota…” El rojo vivo brillaba con una frescura casi pegachenta.

La cocina empezó a llamar con el ruido de un pitido cada vez más fuerte.

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Atravesé el corredor, apoyándome en el papel de colgadura de manzanilla, sobre el que descansaban varias fotos enmarcadas. Me vi en un vestido de encaje, con las manos en oración y mirando hacia abajo. En esa época llevaba largo el pelo. Decidí cortármelo cuando vinimos a la ciudad. Me gustaba arreglármelo para que las ondas castañas me cayeran al hombro, parecer una estrella de cine. “Preciosa, te combina con esos ojos.”- decía el día de nuestra boda. “Pero al final de este juego yo he de causar tu derrota...”

Subí la mirada. Martín obteniendo su título de médico. Me acerqué al portarretrato. El vidrio reflejaba mi rostro. Parecía el mismo que diez años atrás. La única diferencia estaba en mis labios. El reflejo rojo le daba color a la fotografía. Su rostro, con esa boca carnosa y nariz recta, y esos ojos verdes. Me miraban. Parecían burlarse de mí. Una brisa metálica me recorrió la parte trasera del cuello.

Caminé frenéticamente a la cocina, invadida por un vapor que cubría de humedad la tostadora y la radio. Me lavé las manos. Intentaba no pensar en eso. “Y el triunfo mío será verte llorar gota a gota…” Saqué de la nevera un tomate y una cebolla, puse la sartén sobre el fuego y apagué la olla express. Movía la muñeca, intentando detener el temblor. El vapor de la cocina se disolvía poco a poco y podía percibir mi lunar en la mejilla derecha que reflejaba el cuchillo. Una ligera cortada en la esquina del dedo índice. Lo retiré antes de que la sangre se camuflara dentro de los cubos de tomate. El vapor de la cocina se disolvía como el rojo bajo el chorro de agua.

Tenía que apurarme. Si la mancha permanecía mucho tiempo en el tapete, sería más complicado limpiarla y tendría que sumergirlo en agua tibia con vinagre toda la noche. Martín no demoraba. Puse el guiso en la sartén y lo dejé a fuego lento. Me limpié los dedos con un trapo. Miré mis manos. A pesar de la cortada, permanecían lisas y suaves. Nada que un poco de caléndula no pueda arreglar. “Y el triunfo mío será verte llorar gota a gota…”

Caminé hacia el cuarto de limpieza. La radiola ya no sonaba. El silencio hacía un eco de las baldosas a las vigas del techo. Después de dar tres pasos, me desplomé contra el piso. Se me desgarraron las medias veladas, dejando mis rodillas descubiertas contra el suelo helado. Se me salieron los pies de los tacones y quedé petrificada, sin poder quitar la mirada de la macabra imagen que tenía frente a mí. No debí salir jamás de la cocina, no tenía ningún sentido apagar la olla pitadora. El sabor de la bilis quemó mi pecho y me subió hasta la garganta. La soledad me abrazó. Me agarré de uno de los ladrillos del muro. Se me raspó la parte lateral de la mano al intentar levantarme. Quise desvanecerme en el vapor de la cocina.

La puerta estaba abierta de par en par y las estanterías estaban completamente tugurizadas. La suciedad invadía la pieza. Un fluido vinotinto caía como una cortina sobre el jabón de coco, sobre la cera para pisos, sobre el trapero, sobre la escoba, sobre los limpiones, rodeando una obscena figura: un cuerpo con la piel tersa y color durazno, las piernas depiladas, su repugnante desnudez de la que llovía un río rojo de forma incesante. Gateé hacia ella. Me tropecé con su mano. La tensión brotaba de sus falanges. Las uñas, perfectamente esmaltadas, se raspaban contra el suelo. Levanté el mechón castaño que le tapaba el rostro. Apenas le caía sobre los hombros. Sus ojos abiertos, su labial corrido, sus cejas, sus pestañas con rímel, su lunar en la mejilla derecha…me miraba fijamente, tan aterrada como yo viendo mi propio cadáver.


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