Marimacha
- María Roda
- 23 ene
- 2 Min. de lectura
De tanto usar las dinámicas de los machos para sobrevivir en este entorno, de tanto acosar al acosador, mansplainear al mansplainer, manspreadear al manspreader en el Transmilenio, me estoy convirtiendo en un macho patriarcal. Qué asco. Me va a salir barba. El otro día me dieron ganas de darle en la jeta a un Man porque dijo que parecía una tía borracha y le levanté la mano a un tipo en la ciclorruta porque el pirobo se atravesó y me hizo chocarme contra su llanta trasera. La gente no sabe montar bicicleta. Me va a salir panza porque la dosis perfecta de cerveza es de dos latas en la tarde-noche. Ya hasta me desaparezco cuando me reclaman y me voy a comprar cigarrillos y no regreso. A este paso, se me va a engrosar la voz y voy a empezar a ser aceptada en los altos escalafones sociales o simplemente me convertiré en un fenómeno de circo, una marimacha. No quiero echarle la culpa a nadie, pero sí es cierto que uno se termina contagiando, como si se tratara de un virus, de las actitudes y manías de los otros y la personalidad se va moldeando como una masa madre que se alimenta de la harina del otro. Y entonces uno adopta las conductas y tics que tanto odiaba y va mimetizado a este ser, convirtiéndose en una versión aún más original de esta persona que, a su vez también ha cambiado. El espumoso recuerdo hierve en mi cabeza como una herida llena de pus. ¿Es él la herida o es el pus? ¿Y yo qué vengo siendo más que una copia pirata de él? El ARN exacto de su masculinidad tóxica con el que vamos a intentar fabricar una vacuna, pero todo saldrá mal porque él ya se habrá curado del virus y yo no seré más que su variante Delta: bruta, ciega y sordomuda. Y sea cual sea el camino que tome, aunque intente empezar de cero, cargaré con su diabólica sombra, su mano caminará por las paredes de las casas y se aparecerá con su traje de Arturo Calle junto a la ventana. Se burlará, como siempre lo ha hecho de mi existencia infantiloide y adolescente y de no brillar tan intensamente como un zafiro, como un prócer o como una bruja, sino más bien como la pantalla de un celular que necesita de energía eléctrica para recargarse. A veces no sé qué hacer con el genio, pero nunca debí meterme en ese anticuario. Nadie me pidió que limpiara esa lámpara vieja. Al final, el único deseo que le podía pedir era el de no volverlo a ver nunca.
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