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Nuance

  • Foto del escritor: María Roda
    María Roda
  • 7 jul 2022
  • 4 Min. de lectura

El ventilador soplaba esporádicamente sus pantalones de flores. Al pasar, en parabólica, movía las cortinas que había detrás de él. Le gustaba verlo dibujarla. Mientras mantenía su postura, analizaba su gesto de concentración: se mordía los cachetes por dentro de la boca de tal forma que los músculos de la mandíbula llevaran los labios de un lado a otro. Se imaginaba cómo se dibujaría a sí misma; imaginaba cada parte de su posición, cada calambre con un color, con un trazo distinto. Luego sería su turno y se desquitaría. Se regocijaba pensando en captar la mirada alunizada de sus ojos del color del glaciar que aparecía detrás de él en la foto que se había tomado con la madame. La besaba, prometiéndole: “All my loving I will send to you”. Y ahí estaban, sin embargo. Esos ojos que se perdían en el Blue Velvet de las cortinas analizaban los pliegos vaporosos que acariciaban las piernas pálidas de la modelo. Lo miraba fijamente. El cosquilleo era refrescante. A pesar de que su cuerpo estuviera como una estatua, en su mente quería ser una tormenta que hiciera naufragar a su querido marinero. Mientras sostenía sus dedos, doblados cada uno con una finalidad compositiva, recordaba todas las veces que se habían dibujado el alma, vaciándose y llenándose el uno al otro. Se preguntó si había retratado a la madame alguna vez. Como si se tratara de la escena de una película, imaginó una mañana, en esos países en los que hay verano, los senos pequeños enmarcados en la diferencia tonal entre la marca de un vestido de baño enterizo y la piel bronceada que tanto envidiaba. El verde de sus ojos, escondido por los párpados, el rostro calmado descansando sobre el azabache del pelo desordenado. Lo imaginó, dibujándola sin que se diera cuenta, en medio de cuatro paredes, mirando a una terraza llena de plantas y a una ciudad pequeña, tan antagónica a la capital tropical de montaña a la que estaba condenada. Un muro que separaba una encimera con una estufa y una caja de pizza con migajas, un escritorio lleno de papeles, un afiche de algún festival de música y un sofá-cama de tela cubierto con ropa tugurizada. Imaginó una entropía acogedora, un hogar que, a pesar del caos, representaba el privilegio de tener veinte años, poder cortar el cordón umbilical y vivir jugando a ser el protagonista de una sitcom. Sintió su estómago llenarse de tinta negra y sus ojos como ventanas empañadas, asimilando que ese tipo de juventud idealizada nunca sería la suya. Intentó disimular el amargor que le palidecía la cara. -¿En qué piensas?- El ruido del lápiz se detuvo por un momento. -El ventilador me está fastidiando. Voy a apagarlo.- Se estiró para desencalambrarse y se giró hacia el aparato, que despelucaba sus mechas pelirrojas. Se giró hacia él. -Perdón. No sé dibujar mujeres. La había representado como una figura alargada y redondeada. -Me gusta. Es medio fauvista, ¿no? -Un poco. -Lo único que le arreglaría es la línea peluda… Bueno. Es mi turno. Acuéstate. -¿Me quito el pantalón? -No. Ponte en scorzzo. Sacó lo que tenía a la mano. Un esfero y su pequeño carné de tapa negra. Empezó por estructurar la imagen a partir de puntos. Se concentró en sus brazos y torso. Le fascinaban las sombras que se formaban entre la cintura y el brazo. “Piense con las manos.”, recordó las palabras de algún profesor de dibujo. La línea, suave, se movía de forma casi automática y los ojos iban en un rápido vaivén del cuerpo al papel. -¿De qué te ríes? -En el dibujo tienes cara de mico. -¿Cómo así? Intentaba corregir el retrato a partir de ligeras tramas y sombras, interrumpidas por pequeñas carcajadas y el clásico “quédese quieto”. Satisfecha, dejó el dibujo a un lado y se lanzó a la cama. Se abrazaron, entrecruzando las piernas. Ella con el brazo en el cuello, él le agarraba la cintura. -¿Te imaginas si alguien pudiera retratarnos en este momento?- le preguntó después de besarle el cuello. -Sería una bonita composición, así, desde arriba, ocupando la hoja entera, con pasteles de todos los colores. La primera vez que despertaron juntos estaban abrazados de la misma forma. Tenía una laguna inmensa de esa noche cuando, sola y bajo el efecto del ron con Pepsi, lo buscaba bajo la lluvia y el neón de la plazoleta que había en el tercer piso de la discoteca. Las caras conocidas se difuminaban entre las masas y el popurrí de ritmos que salían de los diferentes salones. Un mensaje de texto: “Odio tener hipo. ¿Dónde estás?” El olor de la lavanda en una almohada con funda lavada a mano el día anterior. La conchudez de haber despertado en el segundo piso de una casa que huele los domingos a café y a periódico, donde se ponen cuatro platos en la mesa a la hora de almorzar. La sorpresiva ausencia de culpabilidad. “Finalmente nos quedamos con el sabor del segundo plato en la boca”. Un road trip en flota al sur del país. Empezó a acariciarle la piel, encaminándose lentamente hacia la frontera entre el pubis y el ombligo, y de forma ascendente, sintiendo todas las formas de su cuerpo, el vello de su pecho, su silueta, sus pestañas, su lengua, sus orejas, devorándolo, agarrando su mano que apretaba la de ella con fuerza, besándolo, lamiéndolo, mordiéndolo, rasguñándolo, disfrutando el poder que tenía de manejar la forma como se vaciaba, en tres rápidas tandas. Besó los labios aterrizados del nirvana. -Hace calor, ¿no? Encendió el ventilador y se recostó junto a él.


 
 
 

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