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30 días de escritura. Día 10: Escriba a partir del “Yo recuerdo”

  • Foto del escritor: María Roda
    María Roda
  • 25 ago 2019
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 23 ago 2021



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Recuerdo, mientras escucho la canción de Sociedad Anónima “Decadencia”, que poníamos el cassette en el equipo de sonido de la casa a todo volumen. También recuerdo acompañar a mi papá a sus ensayos, pero sólo recuerdo el aroma de los discos de vinilo y la textura de la madera del suelo. Puedo llegar a imaginarme que recuerdo la temperatura del ensayadero. Era un calor hermético y acogedor, pero confundo esas memorias con los ensayos de música de mi primo Antonio con su grupo. Recuerdo que pensaba que mi primo era un Beatle. Recuerdo matar a mi padre. Lo maté cuando empecé a odiar los Beatles y recuerdo el sabor amargo y amarillo de la frustración de que me compararan con mi hermana. Recuerdo que no podía solfear, recuerdo tener ganas de irme, de huir y dejar todo in media res, recuerdo la temperatura subirme a las mejillas de la cólera del momento. Recuerdo a mi profesor de piano como un man gentil, insoportablemente gentil, con el pelo negro y brillante. Recuerdo que me chantajeaba con choco breaks para que me espavilara en el momento de practicar. Recuerdo la misma sensación de querer cerrar los párpados poco a poco cuando intentaba hacer las tareas de matemáticas o practicar algún deporte en equipo en medio del patio, junto a la crepería del colegio. Recuerdo que una vez me raspé los puños contra los muros de concreto, recuerdo ese mismo dolor agudo y vinotinto del raspón en mi mano cuando me enfermé de los riñones a los siete años. Recuerdo un cuarto de hospital oscuro, con una pantalla muy grande. Recuerdo que quizás ese fue el primer momento en el que comencé a sentirme consciente de mi cuerpo. Recuerdo encerrarme en el baño de la casa de mi abuela en Niza a palparme, mirarme al espejo y pellizcarme la cintura, mirar cuánta grasa me sobraba. Recuerdo cuando en la enfermería del colegio me dijeron que tenía sobrepeso y me empezaron a poner pinzas en todas las partes del cuerpo para marcar lo que me sobraba. Recuerdo muy específicamente una reunión en la casa de unos amigos de mis padres. Recuerdo parar oreja del otro lado del muro, a oscuras. Azules oscuros invadían la habitación. Escuché que decían que menos mal había adelgazado. Recuerdo las máquinas de bodytech, demasiado grandes para mí de diez años, esas vacaciones en las que me quise entusiasmar con la capoeira, deporte que nunca practiqué. Recuerdo cuando me pusieron a dieta y recuerdo jugar a imaginarme los sabores del yogur sin dulce.

Recuerdo el “Estofado del Lobo”, un cuento infantil que me había hecho obsesionarme con el estofado que servía Braulio en la Tasca de Sevilla. Íbamos los miércoles después de mis clases de violín. Recuerdo que el violín era tan pequeño como yo y que me saqué “Estrellita, ¿dónde estás?”. Recuerdo que el separador de la 127 con Boyacá me daba pánico. Recuerdo cruzarlo con mi abuela, imaginando siempre la posibilidad de ser atropelladas por un carro. Recuerdo que las tardes sabían a mogolla con Milo. Recuerdo que le echaba tres cucharadas a la leche y luego llenaba otra y me la metía a la boca. Luego revolvía hasta que no quedaran grumos, o hasta que me aburriera, porque siempre quedaban. Recuerdo una puerta de vidrio de un mueble. Recuerdo la fría textura del vidrio y cómo se desencajaba cuando lo movía. Recuerdo el color vinotinto de la madera. Vinotinto era mi infancia. Recuerdo mi vestido vinotinto, la pintura vinotinto en el estudio de mi abuelo, que olía a café y a tabaco. Bogotá también era vinotinto. Era como si todo el tiempo estuviera cubierto por un filtro vinotinto, como si el sol estuviera rodeado de una pantalla de ese color. El lomo de cuero del Cahier de Correspondace olía a vinotinto. Recuerdo que al final ya me daba risa que ya no quedaran hojas para anotar cada vez que me agarraba con algún pelado.

Recuerdo que la estufita de la cocina también era vinotinto, al igual que las paredes del baño. Llegar a mi casa era vinotinto, como el Mertiolate que me ponían sobre las heridas cada vez que me raspaba y me salía sangregorio. Sangregorio era definitivamente vinotinto. Recuerdo que esa palabra para mí iba directamente unida al Monstruo Marino, un juego que Gregorio, un amigo de mis papás nos ponía a jugar en Honda. Recuerdo que éramos muchos: Antonia, los finlandeses, Amelia, Conrad, mis primos y yo. Y a veces Lorenzo y su hermana. Recuerdo que Antonio Tarnaala siempre se caía de la hamaca y se llenaba de sangregorio toda la cara. Y entonces llegaba su mamá y lo empezaba a regañar en finlandés. Recuerdo una vez que lanzamos un balón a la casa de al lado y terminamos colándonos a una fiesta para recuperarlo. Recuerdo que íbamos a tomar jugos a Pachamama y también recuerdo que una vez mi papá construyó una polisombra para que no nos insoláramos en Carmen de Apicalá y Eliana se accidentó. De nuevo sangregorio.



María Roda



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